Si
una formación montañosa ha marcado con diferencia mi vida, esa sin lugar a
dudas ha sido “Los Picos de Europa”. Sin haber conocido estas montañas y, más
importante si cabe, sin haber vivido las experiencias que en ellas he pasado,
nada de lo referente a mi pasión por las montañas hubiera sido igual.
En
los pasados meses de septiembre y octubre, tuve la gran suerte de poder volver
a ellos. En ambas ocasiones, de vuelta a casa, pensé mucho en cómo escribir a
cerca de las rutas y la belleza salvaje contemplada en ellos. En este tiempo,
muchas ideas han cruzado mi cabeza, algunas peregrinas, otras efímeras y de
otras ni me acuerdo (pensar bebiendo cerveza quizás sea lo que tiene); pero el
común denominador de todos mis pensamientos era el de transmitir, más allá de
unas bonitas rutas, todo el conocimiento y experiencias, tanto humanas como
montañeras, que este paisaje de agujas y catedrales calcáreas me han brindado.
Y es que, en mi viaje hacia Ítaca, si un puerto me ha marcado e imprimido
carácter, ese sin lugar a dudas ha sido este. Y como dijo Heráclito “Carácter es destino”.
Se
puede deducir, y si no lo aclaro, que en esta entrada no hablaré de rutas sino
de montañas, historia y sentimientos. Tanto los kilómetros recorridos con
esfuerzo, como las horas dedicadas a páginas de libros, dan también para
escribir sobre otros aspectos. “Si no da
uno más pasos que dieron otros, ¿dónde está el mérito, dónde la originalidad,
dónde las iniciativas?” (Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa”).
Puedo
afirmar, sin miedo a equivocarme, que considero los Picos de Europa como mi escuela
de montaña. Debo aclarar, antes de proseguir con el post, el significado que
“escuela” tiene para mí en este contexto, en esta bendita locura que tanto me
ha dado y a la que mi espíritu y persona tanto debe.
El
término escuela, según la RAE, tiene como novena acepción “Cosa que en algún modo alecciona o da ejemplo y experiencia”.
El
término escuela deriva del latín “schola” y se refiere al espacio al que los
seres humanos asisten para aprender. Etimológicamente, el término escuela viene
del griego “σχολἠ”,
que originariamente significaba “descanso”, “vacación”, “tiempo libre”, “ocio”
“paz”, “tranquilidad”… El verbo correspondiente a este sustantivo era “σχολἀζω”, cuyo sentido era igualmente
estar ocioso, desocupado; tener tiempo para; estar libre (de algo), dedicar,
consagrar tiempo (a algo)… La escuela era el lugar donde, libre de preocupaciones
o de las urgencias de la vida, las personas tenían tiempo para formarse y
cultivarse, dedicándose a lo que las gustaba y las humanizaba. Hablar de
estudiar algo sin gusto, como una pesada condena, era algo contradictorio,
imposible, hasta tal punto que en latín para expresar que había que hacer algo
a la fuerza, por obligación, se decía “non studio, sed offcio”, es decir “no
por afición, sino por deber”. El verbo “studeo”, significaba “dedicarse a algo
con afán”, “poner empeño”… Estudiar era poner el alma en algo que a uno le
gustaba y hacía libremente. Precisamente el sustantivo “disciplina” venía del
verbo “disceo” “aprender”. Disciplina era la formación, la instrucción, pero
también significaba “conocimiento”, “ciencia”, “arte”. Sin disciplina, sin esfuerzo,
eran imposibles la ciencia o el conocimiento.
Así
pues, en la escuela se busca la humanización, el conocimiento, la dedicación a
lo que a uno le gusta poniendo toda el alma, y se acude a ella libremente. En
estos conceptos dados para la definición de escuela, quedan recogidos los
valores más clásicos y románticos del montañismo. Valores humanos tales como la
rectitud, la honestidad, la fraternidad, la pasión; el valor supremo de
libertad individual; así como la motivación que empuja al ser humano a vivir,
que no es otro que el ansia de conocimiento en todas sus posibles facetas.
Unida
a la acción física que supone la actividad de montaña, va la acción intelectual
de la lectura. Esta acción intelectual abarca desde la búsqueda y preparación
de las rutas, hasta la lectura literaria. En mi caso personal, este último
aspecto, ha ocupado y ocupa una parte importante de mi pasión.
Hablar
del romanticismo del alpinismo sin tener en cuenta la literatura derivada de
esta actividad, sería algo incompleto. El “sentimiento de la montaña”, que ha
empujado durante más de 200 años a los hombres a dejar la comodidad del valle
para subir a las escarpadas alturas, queda impregnado en las hojas de los
libros que antaño otros escribieron intentando verbalizar sus vivencias y
sentimientos. Tan espectacular, cautivador y atemorizante es ver la cara
sureste del Mont Blanc desde el valle de Courmayeur, como leer las ascensiones que Bonatti, Terray, Rebuffat y otros tantos realizaron en ella. La imaginación y el sueño, pasan a formar parte de la pasión, de la ilusión, es decir, de la motivación. Como escribió Shakespeare: “Somos del mismo material con que se tejen los sueños”.
En
estos libros quedan reflejados los valores, miedos y frustraciones de quienes
los escribieron, reflejando en ellos que no eran superhombres sino seres
humanos extraordinarios, con sus luces y sombras, pero extraordinarios. Gentes
con un código ético en el que, por encima de todo, primaban los valores de la
generosidad, la fraternidad, el sacrificio por los compañeros, la amistad con
mayúsculas, la libertad, la búsqueda de lo auténtico... En
esencia, son auténticos cantos a la vida, a aprovechar cada minuto de este
regalo finito que se nos ha dado; a llenar los minutos de vida y no de minutos
la vida.
Uno de los primeros libros que leí en
mis inicios fue “Montañas de una vida”
de Walter Bonatti. Recuerdo como si fuese ayer el día en que lo compré, y como
a los 5 minutos de tenerlo en mis manos,
ya me había cautivado solo leyendo su introducción. Fue la primera vez que encontré la
idea de la montaña como escuela: “La
montaña me ha enseñado a no hacer trampas, a ser honesto conmigo mismo y con lo
que hago. Afrontada de cierta manera, la montaña es una escuela indudablemente
dura, a veces incluso cruel, pero sincera lo que no siempre sucede en la vida
diaria. Así pues, si traslado estos principios al mundo de los hombres, me veré
considerado al instante como un tonto y, en todo caso, seré castigado puesto que
yo no he dado codazos, tan solo los he recibido. Es verdaderamente difícil
conciliar estas diferencias. De ahí la importancia de fortalecer el espíritu,
de elegir lo que se quiere ser. Y una vez elegida una dirección, se debe ser lo
suficientemente fuerte para no sucumbir a la tentación de tomar otra.
Naturalmente, el precio que hay que pagar para permanecer fieles a este “orden”
es altísimo. En lo que a mí respecta, el patrimonio espiritual que he obtenido
es proporcional”.
Bonatti
introducía su libro señalando lo que le había enseñado la montaña, hablaba de
la búsqueda de conocimiento, de libertad, de vida y de autenticidad. “La montaña ha marcado mi formación desde el
principio. Me ha permitido satisfacer la necesidad innata de medirse y
probarse, de conocer y saber que cada hombre experimenta. Así, en cada empresa,
allá en lo alto, me he sentido cada vez más vivo, libre y auténtico, en suma,
realizado”.
Por
otro lado, pese a haber realizado ascensiones imposibles y ser un referente
para las generaciones posteriores, lo que
más valoraba y más resaltaba era la experiencia humana; lo que la
actividad del alpinismo reporta al conocimiento sobre uno mismo y el traslado
de dichas experiencias a la vida cotidiana, donde el éxito es reinterpretado y
confinado al mero mercantilismo. “Lo que
cuenta en el alpinismo no son tanto las escaladas deslumbrantes como la
aventura humana, el saber crearla independientemente de los éxitos. Sólo así,
el hombre, fruto de las propias experiencias y de la propia sensibilidad,
crecerá”. El conocimiento como fin, el conocimiento como motor en el
desarrollo de la persona. Y es que, como el propio Bonatti dijo: “Fue la curiosidad, el ansia de conocimiento,
por lo que el mono bajó del árbol y comenzó a andar”. Así pues, queda
reflejado que para el que los practica, el alpinismo es otra forma humana en su
búsqueda del saber.
Con
todo lo dicho hasta ahora ha quedado, bastante resumido, los valores y
experiencias que en la escuela de la montaña he buscado y busco. Los Picos de
Europa, que es sobre lo que versaba esta entrada, son el escenario más
importante en cuantos he estado, debido a todo lo que en cuestión de
conocimientos y experiencias, buenas y malas, me han aportado. Son las montañas
que más me han hecho crecer y de las que más humilde y humanizado he vuelto.
He
escrito de las significaciones de escuela, de literatura y valores; pero no he
hablado de la montaña en cuestión. Si bien el alpinismo como actividad
deportiva nació a finales del siglo XVIII con la ascensión del Mont Blanc por
parte de Gabriel Paccard y el guía Jacques Balmat financiados por el
filósofo-geólogo Horace-Bénédict de Saussure; no fue sino a principios del
siglo XX cuando nació en España. El atraso tanto económico como cultural, que
sufrió el país con respecto al resto de estados Europeos durante el siglo XIX,
hizo que no fuese sino hasta el año 1904 cuando se realizó la primera escalada
de dificultad. Fueron Pedro Pidal, Marqués de Villaviciosa, y Gregorio Pérez,
“El Cainejo” quienes ascendieron la cara norte del Picu Urriellu o Naranjo de
Bulnes, iniciando la era del alpinismo en nuestro país. El Picu Urriellu,
exponente de la inaccesibilidad y la montaña imposible había sido ascendida.
“El
Picu” se encuentra situado en el Macizo Central de Picos de Europa, siendo
posiblemente la montaña más emblemática de la Península Ibérica. No ha habido
generación de alpinistas patrios, que no haya medido o vaya a medir sus fuerzas
ante este símbolo. Es por tanto en los Picos de Europa, donde nació el
alpinismo patrio o, para ser más justos, donde se venció la idea de lo
inaccesible o imposible. Al igual que ocurrió con el Cervino o Matterhorn, símbolo de la montaña imposible
de los Alpes, su conquista marcó el inicio de la búsqueda de nuevas rutas,
dificultades y estilos más allá del símbolo de la conquista y la competición.
Personajes como Albert Frederick Mummery, quien afirmó: "Cuando todo indica que por un lugar no se
puede pasar, es necesario pasar. Se trata precisamente de eso",
iniciaron una nueva forma de ver la montaña, siendo los padres del alpinismo
clásico del que, de forma más humilde en mi caso, somos herederos.
En
cuanto al valor natural de estas montañas, cabe señalar que fue en 1918 cuando
se declaró el “Parque Nacional de la
Montaña de Covadonga del macizo de Peña Santa”, precursor de la hasta hace
poco figura de protección de los Parques Nacionales.
Las
montañas de “Los Picos de Europa”, además de por la extraordinaria adherencia
de su caliza, se caracterizan por sus fuertes desniveles y dificultad para
ascender a sus cumbres, ya que como mínimo siempre hay que “echar la mano”. Es
su orografía salvaje, su paisaje alpino, su aislamiento, sus agujas y crestas
apuntando al cielo, lo que a la mirada cautiva y al espíritu encoge. “¿Que te mueve, hombre, a abandonar tus
ocupaciones ciudadanas y buscar lugares campestres, montes y valles, sino la
natural belleza del mundo?” (Leonardo)
Pese
a ser un profano en todo lo referente a la montaña, tanto en aspectos técnicos
como en el resto numerable, me considero un privilegiado al que la vida le
permite recorrer con mirada de niño parajes únicos, auténticos santuarios o
templos de la creación, donde el egocéntrico “yo”, que es el hombre, no es sino
relegado a la insignificancia que realmente ocupa dentro del mundo.
“Aceptar llevar una mochila, dormir más o
menos bien en un refugio, a veces en un vivac, tener frío y luego calor, quizás
también hambre y desde luego sed; partir sabiendo que no se podrá interrumpir
el juego, es decir la ascensión, aunque se experimente fatiga o el tiempo
empeore... Es un hermoso sentimiento, sobre todo en nuestra época que olvida
cada vez más que se poseen unos músculos y una cabeza que no exigen sino ser
empleados y cuya fatiga nos procura una paz e incluso una alegría interiores...
en una época en que todo está cada vez más previsto, programado y organizado,
poder extraviarse pronto será una delicia y un lujo excepcionales” (Gaston
Rebuffat).
Cada
vez que me he adentrado en los Picos, el reloj del tiempo parece ir más lento:
las horas parecen días y los días, semanas.
Pero esta relajación temporal, no es como cuando el profesor al que apodábamos
“El Doctor Sueño”, nos hablaba de ecología y ecosistemas
forestales con la voz a la que hace honor su nombre. La relajación temporal hace
referencia a la intensidad con la que cada segundo que compone un minuto, y
cada minuto que compone una hora, es vivido. Quizás, y aunque no se viaje a la
velocidad de la luz, la teoría de la relatividad de Einstein debiera hacer un
apéndice para este hecho, ya que aquella frase de “no pasa igual de rápido el tiempo cuando se está sentado en una estufa
que cuando se está en compañía de una joven dama” en este contexto no tiene
sentido.
Desde
mi experiencia, adentrase en cualquiera de los macizos que componen los Picos,
es adentrarse en un universo donde las prioridades cambian; donde vivir se
reafirma como un fin en sí mismo; donde ante la dureza y dificultades aparece
el “yo” más humano, más sensible, más reflexivo y, ante todo, más libre y
sincero consigo mismo. El alma se despoja de la carga que sube de la vida cotidiana, los sentidos se liberan y
las máscaras caen como telones al finalizar una obra. “La alta montaña nos proporciona toda una gama de placeres, siendo el
primero el de evolucionar en un mundo de luz y silencio. El segundo acaso
estribe en elevarse frente a un espejo de piedra o hielo y convertirnos en
hombres que integran una cordada fraternal... se trata del placer íntimo de
comunicación con la montaña... con su materia... parece irreal en un universo mágico” (Gaston
Rebuffat).
La
soledad, acompañada o no, permite profundas conversaciones en las que uno es su
propio interlocutor y a veces, su más duro fiscal y juez. Los problemas que
cada uno arrastra, contagiados de la insignificancia que al ser provocan las
majestuosas paredes calcáreas, se vuelven pequeños y pierden importancia ante
el hecho de vivir como función primordial del hombre, que se revela como el
único problema real que merece preocupación. Vivir con plenitud, el regalo
efímero que es la existencia propia y consciente que, todavía sin resolver su
sentido ni el por qué, se nos ha brindado. “No
existe en la vida más certeza que el camino que recorremos. Y que ese sendero
tendrá un final. De nuestra voluntad depende que sepamos vivir ese camino con
la intensidad de quien se empeña en elegir y es consciente de sus consecuencias”
(Sebastián Álvaro).
Andar
por estos parajes es evocar el poema de Ítaca de Kavafis, no importando la cima
como objetivo sino el camino que te lleva a ella. Pese a la abstracción y el
ensimismamiento, uno no debe perder la mirada de la senda que recorre; se debe
asegurar que los pies no se distraigan del objetivo final más elevado, para
responder de las huellas que se dejan; es la relación tan fuerte, que, de una
parte el diálogo que estableces con la naturaleza es el que tú desarrollas
dentro, y de otra, la misma montaña es el lenguaje en que te expresas. “Importa el camino, no sólo la cumbre;
importa el cómo, de qué manera, con qué medios y con qué compañeros”. Nuestra
conducta en la montaña es el reflejo, aún en los momentos más difíciles, de
unos valores; y esta forma de ser y de hacer, este comportamiento, lo elegimos
libremente, es algo que depende única e incondicionalmente de cada uno de
nosotros. Alcanzar la cumbre, en cambio, es siempre un resultado condicional
sobre el que podremos influir pero no elegir unívocamente. Es posible
distinguir entonces dos tipos de éxito; el incondicional, ligado a nuestros
valores y comportamientos, y el condicional, asociado a un resultado final”
(Walter Bonatti).
Adentrarse
en estas montañas con el espíritu romántico del alpinismo clásico, es penetrar
en un reino donde no solo están vigentes sus propias condiciones, exigencias y
riesgos, es aceptar que allí no se ofrece ninguna riqueza tangible. La única
riqueza que se obtiene es la que deparan los sentidos y ensoñaciones de cada
uno, es por tanto el espíritu el que gobierna al hombre, son los sentimientos
los que valen en la montaña. “En la alta
montaña no hay lugar para lo fantástico, pues la realidad es en sí misma más
maravillosa que todo lo que el hombre pudiera imaginar” (R. Daumal).
La
esencia del sentimiento, radica en que el montañismo no es un juego añadido
sino que implica vida. Por un lado, la atracción que como canto de sirenas
ejerce la montaña se mantiene como un eje vital en el desarrollo y la habilidad
de la persona; además, su práctica requiere voluntad, proyectos, entrega,
esfuerzo, valentía y generosidad a partes iguales, tiempo e internamiento en un
mundo ajeno que te posee el alma. Con todo, se puede afirmar que la montaña
requiere vida y da vida, se le conceden noches y días, espacios temporales que
constituyen pasados, presentes y futuros de la propia existencia, que moldean a
las personas y hacen que se establezcan fuertes lazos de comunidad, de
hermandad entre ellas. Hay gozo y satisfacción a la par que espíritu de
superación ante las adversidades. Adentrarse en las montañas es intensificar la
sensación vital por la fuerza extrema e intensidad del escenario, por la
necesidad de dar una respuesta activa y por las experiencias, independientemente
del signo de las mismas, que allí se viven.
Alguien
que no recuerdo, dejó escrito que “una
ascensión en la alta montaña constituye principalmente un pretexto para la
amistad”. No puedo hablar de sentimientos y experiencias vividas en los
Picos, sin hablar del otro componente esencial: la amistad.
Hablar
de amistad es hablar de confianza, respeto, amor y compañía. Es hablar de generosidad,
entendimiento, empatía e interés y preocupación por el otro. Aristóteles
definía la amistad perfecta como, “la de
los hombres buenos e iguales en virtudes, los cuales quieren el bien el uno del
otro con un sentimiento verdadero mutuo y reciproco”.
La
montaña en general, y Picos de Europa en particular, me han brindado la
posibilidad de conocer y compartir momentos únicos con personas inigualables a
lo largo de los años.
Si
como decía anteriormente el sentimiento de la montaña implica vida, no menos
cierto es que también implica la belleza de la amistad, valor puro que no se
puede comprar. Me atrevería a afirmar, que parte de esa vida que aporta es
simbiótica, a la vez que proporcional, al sentimiento de amistad y unión que se
profesa a las personas con que se practica.
Pese
a que somos humanos individuales, con pensamientos, motivaciones y vidas
propias; seres únicos que vivimos el regalo de la existencia y, conscientes de
ello, disfrutamos del camino hacia Ítaca con entusiasmo; artistas que crean su
propia obra sobre un lienzo por rellenar conscientes de la temporalidad de la
vida; somos seres sociables. Nos gusta
compartir el tiempo con “almas selectas” conocidas y por conocer. El placer del
silencio acompañado. A fin de cuentas, el placer de vivir.
Como
ya he dicho, la montaña en general es un espacio de libertad donde las
experiencias humanas compartidas pueden alcanzan un máximo de pureza y
generosidad. “Es una necesidad humana. Ayudarnos unos a otros para sobrevivir todos
juntos” afirmó Alexey Bolotov.
Personalmente,
ha sido en Picos de Europa el punto donde mayor consciencia he tenido de haber compartido
grandes momentos de eternidad en la montaña con gente inigualable. Con ello no
quiero decir que no los haya alcanzado en otros lugares, pero sí que es en
estas montañas donde señalo el punto de conciencia de su existencia así como su
referente.
Echando
la mirada atrás, pasan los años y la vida vivida. Lejano está el año 2006
cuando por primera vez nos atrevimos a adentrarnos en esas
calcáreas montañas un grupo de amigos. Muchas montañas y senderos después,
todavía me tiemblan las rodillas al recordar aquellos días. Sin embargo, algo
en mi interior hace que desee volver una y otra vez desoyendo al maestro sabina
en aquello de “al lugar donde has sido
feliz no debieras tratar de volver”. Quizás lo expuesto sean unos pequeños
apuntes que fundamenten ese rechazo del consejo. Quizás sea un vano intento de
ralentizar el paso de la vida intentando alcanzar la eternidad. O puede ser sin
más, que cual marino que ha nacido lejos del mar, haya quedado atrapado del
canto de las sirenas de sus cimas.