Si algo más de especial tiene el Valle del
Tena frente a otros lugares del Pirineo es, a nivel personal, que fue el primer
lugar de la cordillera donde me adentré en busca de cumbres.
Por aquellos tiempos, que ahora empiezan a
ser lejanos, únicamente disponía de una guía montañera de Pirineos que había
comprado cuando estaba en la universidad. Lo que tenía ser estudiante
universitario fuera de casa (aparte de innumerables ventajas), es que no se
poseía un duro para gastar en guías; por lo que lo máximo que me había podido
permitir fue aquella en blanco y negro que, además, no tenía muchas fotos. De
entre todas las rutas allí descritas, para aquella primera vez elegí la ruta que
más me cautivó la imaginación: leer que había unos lagos Azules y que estaban a
los pies de los “Infiernos”, fue más que suficiente. Azul puro del agua y el
rojo fuego del averno, un contraste que en mi imaginación evocaba imágenes
dignas de la obra de Dante.
Cargado de ilusión fui reclutando a varios
amigos que a su vez reclutaron a otros, formando un grupo un tanto heterogéneo
a la par que desconocido. El plan consistía en encontrarnos en el balneario de
Panticosa, hacer una primera noche de
vivac allí mismo y subir al día siguiente a la cumbre, realizando un segundo
vivac a la bajada en los Ibones Azules. Sobre el papel todo parecía fácil, el
plan perfecto, ¿Qué podía fallar?
Ni qué decir tiene, que en aquella ocasión
no hice cumbre. Pese a la ilusión y los preparativos, no conseguí llegar a la
cima, aunque me quedé relativamente cerca. El cansancio, la falta de
preparación física, el exceso de confianza amen de una inexperiencia en estas
montañas, hizo que me diese la vuelta en el tramo final. Así mismo, la heterogeneidad
y desconocimiento personal de los que integrábamos el grupo, hizo que el
ambiente tampoco fuera el esperado e incluso se dieran situaciones
desagradables entre nosotros.
He reflexionado mucho sobre aquella primera
ocasión, siendo muy crítico conmigo mismo como responsable último de aquella salida. Puedo afirmar de hecho, que siempre la
tengo como referencia para comparar todos mis nuevos proyectos. Cuando uno ha tenido que renunciar a alcanzar un objetivo, el pensamiento
siempre vuelve atrás para ver qué es lo que ha hecho mal y si se podía cambiar
el planteamiento o la estrategia para conseguir un mejor resultado. Ser
autocrítico y no
autocomplaciente. “El recuerdo del
fracaso dura más y da incluso mejores frutos que el recuerdo del éxito, que a todos
nos gusta, y a mí también (Alberto Iñurrategui)”.
Y es que en
estos tiempos que nos ha tocado vivir, toda actividad ya sea deportiva o no, se
ha vuelto extremadamente competitiva. Todo aquello que no sea éxito o victoria
parece que carece de valor, está desterrado o no existe. Hay un miedo
patológico a la palabra fracaso, quizás porque se asocia al sentimiento de
frustración, de inferioridad; olvidándose que el error o la no consecución de
un objetivo, es la parte fundamental del aprendizaje humano. De los errores se
aprende más que de los éxitos, amen que ante ciertos retos o circunstancias, el
mero hecho de intentarlo tiene más valor que el conseguirlo. Todo depende del
prisma con que se mira y el espíritu con que se afronta.
En esta nuestra
sociedad moderna, donde la ética ha sido doblegada por el “resultadismo”, se ha instaurado el pensamiento que vale más
conseguir un objetivo de cualquier manera que intentarlo aunque se falle. Ya no
importan los medios, el camino seguido, las circunstancias personales, el valor
y amor propio que se pone en juego; solo importa el resultado final, la
búsqueda de “fortuna y gloria” que
decía Indiana Jones, el poder tener un “trofeo”
que llevarse a casa, la “medallita”
en la solapa o una simple “muesca en el
fusil”.
Por desgracia, más que la montaña los
montañeros, no somos ajenos a estos planteamientos. No quiero criticar ni mucho
menos la existencia de cifras, cotas y grados que invaden nuestras
conversaciones y rellenan páginas y páginas de libros, guías y revistas; pero
si quiero resaltar que detrás de todo ello hay fracasos, errores y retiradas
que han contribuido, tras su análisis, a la posterior superación de los mismos.
Así mismo, se debería profundizar en la ética de sus autores, es decir, los
medios y el compromiso con los que lo han conseguido. Y digo esto, porque si
queremos tener espejos donde compararnos; gente a la que admirar y tener como
referentes en nuestra actividad; o incluso disfrutar de lo que nunca seremos
capaces de hacer, lo primero que deberíamos analizar es su modo de afrontar la
montaña. Ver si nos identificamos con su modo de hacer las cosas, porque “el como” es más importante que el “fin”,
es decir, que el resultado final.
Hecha esta reflexión, debo confesar que
humanos somos, y que yo el primero, me he dejado llevar por el sentido negativo
del fracaso. Es más, he de decir de hecho, que hasta por el sentimiento de ira
he sido poseído. Sentimiento destructivo y desterrable que me invadió esta primavera
tras renunciar a hacer cumbre en los infiernos por segunda vez. Adelantando el
final de esta entrada, y quizás motivador de la siguiente salida que recogeré
como segunda parte de “Primavera en el Valle del Tena II”, diré que fue ese
sentimiento el que dio mal sabor de boca a una Semana Santa compartida con
Anabel y unos amigos inigualables que ella, y la montaña, me han brindado.
Tomar la decisión de renunciar a intentar
esa cumbre que me lleva pesando ya 7 años por ayudar a bajar a Anabel (que por
diversos motivos no estaba bien para afrontar el ascenso) desencadenó un
malestar interno del que no me siento nada orgulloso y me persigue y avergüenza
todavía. Más allá de saber y afirmar que hice lo correcto dándome la vuelta, y
que lo volvería a hacer de igual forma; la frustración de tener que renunciar tan
cerca del objetivo que, como una losa, lleva pesándome tanto tiempo, nubló mi
pensamiento racional. No le recriminé lo ocurrido, pero si contagié mi decepción,
hecho que hizo se sintiese ella culpable de la retirada.
Para alguien como yo, que considera que su primer deber es hacia su
conciencia propia, provocar esta situación es más que vergonzosa. Es por ello,
que más allá del perdón, también necesito la redención. Esta redención no
vendría sino mes y medio después, en el mismo valle pero en distinto pico, pero
eso será otra historia y ocupará otra entrada.
Dicho todo lo anterior, toca ya hablar de
la ruta que da título a este post: el pico Tebarray (2.886 m). Elegante pico de
aspecto piramidal, es una de las ascensiones más accesibles en el entorno de la
cresta entre los Picos del Infierno (3.082 m) y la Gran Facha (3.005 m) que
compone el Circo de Piedrafita. A la sombra de los ilustres tresmiles, no llega
a la mítica altura por poco, sufriendo por ello cierto olvido. En este caso,
debido a su cercanía y al hecho que comparten el acceso por el mismo collado, son
los Infiernos los que concentran los deseos de los montañeros.
La foto anterior, corresponde a la primera
vez que vi el pico coincidiendo con mi primer intento a los Infiernos. Pese a
su belleza, nuestra mente y esfuerzos estaban obsesionados con la montaña de
enfrente.
La ascensión del Tebarray no presenta
dificultad técnica alguna, y cualquiera que sea la ruta elegida para su
ascensión será un presente para los ojos y el espíritu.
Con estas referencias, y planificando un
viaje de varios días que la Semana Santa nos brindaba, elegimos ir a la zona
del balneario Panticosa para realizar esta ascensión en dos días y dejar otro
día más para intentar un tresmil de la zona. Aunque conocía la ruta, siempre
había estado en la zona en verano, no teniendo idea de cómo cambiaría el
paisaje con la nieve. Lo que si sabíamos es que esta zona, debido a sus fuertes
pendientes y orientación predominantemente sur, es bastante propensa a las
avalanchas; aunque comprobados los partes nivológicos el riesgo era bajo y la
nieve estaba asentada.
La idea era subir a dormir al refugio de
los Ibones de Bachimala por la tarde del día que salíamos de Logroño; madrugar
al día siguiente para hacer el Tebarray y bajar del tirón hasta el refugio de
la Casa de Piedra, donde dormiríamos para acometer al día siguiente,
madrugando, un tresmil que en principio iba a ser el Garmo Negro, y que
finalmente se cambió por los Infiernos.
La ruta en cuestión, no tiene pérdida
alguna, ya que en todo momento sigue el trazado del GR-11 o sendero
Trasnpirenaico.
Dejado el vehículo junto al refugio de “La Casa de Piedra”, se toma poco la marcada
senda GR-11 a la izquierda. A su comienzo encontraremos un cartel indicativo,
que con lo marcado de la senda no tendrá pérdida.
Ascendiendo por un camino que trazado en
zigzag se ganan los primeros 100 metros de desnivel, que no permiten llegar
hasta un mirador sobre Balneario y sobre el conjunto de las montañas del Garmo
Negro.
Siguiendo el sendero marcado; dejaremos a
nuestra derecha la denominada “Cascada
del Pino”, espectaculares saltos de agua que bordea el camino.
Se continúa la subida hasta llegar al
paraje denominado “Bozuelo”, donde el
camino se suaviza y abre, pasando de
discurrir entre zonas rocosas y más o menos angostas, a transcurrir entre pinos
negros tan característicos del Pirineo.
Echando la mira atrás desde este mirador,
podremos ver a nuestra derecha las estribaciones del pico Fenías y a nuestra
izquierda los circos que componen el circo del Brazato.
Continúa el camino por la izquierda del río
para llegar, tras una pequeña bajada junto al barranco denominado “Caldarés de Baños”, a un pequeño circo
en el que en verano salta la denominada Cascada del Fraile. En este punto, el camino toma la ladera de la izquierda para superar una
cuesta que lleva el mismo nombre que la cascada.
En esta época eran
visibles los restos de las avalanchas acontecidas a lo largo del invierno.
La cuesta es remontada en
verano por un camino en zigzag, mientras que en invierno nos encontramos con
una rampa de nieve.
En verano, la cuesta
siempre se me ha hecho pesada por el calor, mientras que esta vez fue el estado
de la nieve (la afrontamos después del mediodía) el que nos hizo sufrir. Cabe
señalar, que echando la mirada atrás y contemplando el majestuoso paisaje que
nos acompañaba, todo sufrimiento quedó paliado.
Y así, tras
aproximadamente dos horas de camino tranquilo, llegamos a nuestro primer
objetivo: el Refugio de los Ibones de Bachimala. En él pasaríamos la noche y
nos tomaríamos unas merecidas cervezas.
De reciente construcción,
este refugio está situado junto a los Ibones que le dan nombre y al pie del
Pico Serrato. El origen de su construcción hay que buscarlo en los años locos
del ladrillo. Decidida la desproporcionada e incomprensible ampliación del
complejo del “Balneario de Panticosa”,
las mismas mentes iluminadas y pensantes responsables de esta aberración,
dedujeron que la presencia de montañeros en el refugio de la Casa de Piedra,
que se encuentra junto a las instalaciones, iba a suponer una mala imagen de
cara a los adinerados visitantes que se pretendía atraer. De todos es bien
sabido, que los montañeros con sus pintas, sus rastas (algunos somos calvos,
eh!), piojos y perros, van a fumar canutos al monte en sus furgonetas. Así que
decidieron hacer un refugio más arriba que diera servicio a esta fauna
neo-hippy que sube a los montes a buscar
no se sabe qué. Luego vino la crisis, el balneario que no se terminó,
deudas y bla bla bla; siendo el resultado que ahora hay dos refugios abiertos
todo el año, que dan servicio a los que se quiso desterrar del monte. Ah, eso
sí, de los adinerados turistas no hay rastro, debiendo ser su existencia un más
de esos mitos pirenaicos.
Al abrigo de los zumos de cebada
fermentada, y tras previas conversaciones con otros montañeros que se dieron
cita en el refugio, decidimos ampliar nuestros objetivos. Si las condiciones lo
permitían, intentaríamos los Infiernos al día siguiente o al siguiente en vez
del Garmo Negro. Pasión y obsesión a veces van de la mano, y es difícil separarlas
por muy racional que se pretenda ser. En mi caso, como se puede leer, esta
montaña es la espina que sigo teniendo
hundida en la piel, y aunque aquel día pensé me la sacaría no supe ver que lo
contrario podía volver a ser una
posibilidad.
Tras pasar una tranquila noche
sin ronquidos, y tener una mala conciencia después de desterrar a Xabi a otra
habitación, por eso de prevenir los ruidos respiratorios de medianoche, nos
pusimos en marcha cuando las luces del alba ya empezaban a despuntar en el
cielo y presagiaban un día inolvidable.
El camino hacia el “Collado de los Infiernos”, donde decidiríamos
que montaña hacer según las circunstancias, discurre según el trazado del GR-11,
por lo que no es un camino difícil de seguir, aunque cabe señalar que las marcas
estaban enterradas por la nieve.
A la salida del refugio
las primeras vistas fueron para el Puerto
de Marcadau, paso a Francia que permite el acceso, entre otros picos, a La
Gran Facha, donde se dirigían algunos de los que habían pernoctado en el
refugio.
El sendero rodea el Embalse de Bachimala
por su derecha. Las aguas del embalse se encontraban heladas, dejando ver la
huella en las rocas del nivel de las mismas en verano.
El paisaje que nos brinda el camino no deja
indiferente. Vista hacia Punta Zarra
y Puntas del Pecico.
Vista hacia el Circo de Bramatuero y estribaciones del Macizo del Vignemale.
Llegamos
a los Ibones Azules. Tan diferentes a su estampa veraniega pero con una belleza
sobrecogedora al pie de los Infiernos.
Rodeamos el Ibón Azul Inferior para salir
al Superior. El Pico de Piedrafita empieza a concentrar nuestras miradas. A
parte de por su dominancia de la visual, también me fijaba en él porque desde el
verano pasado ya clavé mi mirada en él desde el Llena Cantal y tengo la ruta en
mente.
Una vez en las inmediaciones del Ibón Azul
Superior, echamos la mirada atrás para contemplar en la distancia al solemne
Vignemale.
Superado el Ibón Superior, tomamos la
decisión de salirnos del camino del GR-11, ya que va un poco encajonado entre
las montañas y había restos de avalanchas que, cuando menos, asustaban un poco
pese a que el riesgo contemplado en las previsiones era bajo.
De nuevo echar la mirada atrás era un
placer para los ojos y el espíritu.
“Cuando
los hombres escalan juntos una gran montaña, la cuerda entre ellos es más que
una mera ayuda física para el ascenso; es un símbolo de espíritu de empresa. Es
un símbolo de los hombres que se unieran en un esfuerzo común de voluntad y
fuerza contra sus verdaderos enemigos: la inercia, la cobardía, la codicia, la
ignorancia y todas las debilidades del espíritu. (Charles S. Houston)”
Poco a poco íbamos dejando a nuestra
izquierda las estribaciones de los Picos del Infierno, encaminándonos hacia el
Collado.
A medida que ganábamos altura nos
acercábamos más a la base del Pico Piedrafita.
Llegando ya al
collado, pudimos ver una silueta nevada que nos recordaba a la aleta de un tiburón,
el Pico Tebarray.
Llegados al Collado o Cuello del Infierno, contemplamos
la espectacular estampa del pico con el Ibón helado en su base.
Descartada la
subida a los Infiernos, tras una conversación con un grupo que bajaba y
comentaba el mal estado de la nieve y los aludes que habían tenido lugar en la
travesía de la marmolada o Garmo Blanco, decidimos subir el Tebarray.
En vez de
seguir el trazado del GR-11que rodea el Ibón por su derecha para alcanzar el
Collado de Tebarray o Piedrafita, nos decantamos por rodearlo por la izquierda
para así remontar la pala de nieve que lleva a su cima y que nos recordaba a la
aleta de un tiburón.
Al llegar
a la base de la pala, las vistas eran impresionantes.
El Midi d'Ossau
se veía con gran claridad, y clavé mis ojos en él acordándome de que mi gran
amigo y maestro de montaña Busti, lo iba a intentar en estas fechas.
Tras las fotos
y un pequeño descanso, afrontamos la pala final que nos llevaría a la cumbre.
A nuestra
espalda quedaban haciendo sombra y dominando el horizonte, el cresterío que
forman los Infiernos.
A nuestra
derecha se podía observar el pico Piedrafita y la cresta que lo precede, cuya
subida se acomete desde el Collado de Tebarray.
Tras los
últimos esfuerzos, llegábamos al punto donde el blanco de la nieve se interrumpe
para dar paso al azul del cielo. Los esfuerzos se acababan y la satisfacción irrumpía
llenando el espíritu. Habíamos llegado a la cima.
Ante
nuestros ojos teníamos un paisaje que empequeñecía el alma por su grandiosidad.
Mis ojos se
clavaron en ellos. El conjunto formado por los Frondiellas, el Balaitus, la
cresta del Diablo y el Pico Cristales. Cuantos anhelos e ilusiones personales
concentran ese conjunto de montes.
Quizás ni lo
imaginaba, pero como ya dije, pasado un mes y medio de esta cumbre, mis
esfuerzos estarían concentrados en comenzar a cumplir otros retos y otros
sueños imaginados. Pero eso será otro capítulo, otra historia. “Siempre hay
que tener retos. Si no la vida puede resultar aburrida. Uno siempre se marca
como retos experiencias que le aporten emociones. El montañero siempre tiene
objetivos en mente. (Alberto Iñurrategui)”.
También estaba
en el horizonte cercano el Llena Cantal, esa joya que pude ascender el verano
anterior y que tanto disfruté y sobre la que ya escribí en este blog.
Desde este
privilegiado mirador, pude también contemplar con claridad la ascensión al pico
Piedrafita, poniendo cara a los pasos que ya había leído y tenía en mi
imaginación, su arista, lo aéreo del paso, en resumidas cuentas, su belleza
desconocida por no tener la mítica cota de los 3000.
Cómo no, no
podían faltar los Infiernos. Su corredor norte y su característico color gris de
la marmolera que integra su cima y que se mimetizaba con el blanco de la nieve.
Fueron ellos los que me trajeron aquí por primera vez; los que tantos anhelos y
horas de lectura han ocupado mi vida, y sin saberlo en aquel momento, los que seguirían
en mi mente.
A lo lejos
también se dieron cita viejos conocidos: el Monte Perdido, el Cilindro, el
Circo de Gavarnie con su cresterío, el Casco y el Taillón. Picos que evocan
gratos recuerdos compartidos con amigos pasados y presentes; primer tresmil y
primer tresmil en condiciones invernales; primera cima de las muchas hechas y
por hacer con Anabel. También presentes, porque otros amigos; que la montaña y,
en especial Picos de Europa, así como la vida me han brindado, estaban
intentando en aquellos días de Semana Santa.
Y de nuevo
montaña y amistad, amistad y montaña. Como una relación simbiótica, dependiente
la una de la otra. Porque sin ella, al igual que el camino de la vida, esto no tendría
mucho sentido. Sin poder compartir alegrías, penas, esfuerzos y momentos únicos
lo que quedaría sería un conjunto de piedras con nieve sin sentido alguno. Es paradójico, pero es en la montaña, inhóspito
lugar para la vida, donde más vivos nos sentimos y más intensamente vivimos.
Aunque soy poco
amigo de los selfies, la ocasión lo
merecía. Un pequeño momento de eternidad en la soledad de este pico merecía la
ocasión. Amén que en ese momento, estaban presentes todos aquellos que
físicamente no podían estar pero me acompañan en mi camino hacía Ítaca. Siempre
guardo un momento para ellos, una foto, un pequeño homenaje. No es ego de
demostrarles nada, es únicamente mi forma de decirles que les quiero y que
nunca me olvido de ellos ni lanzaré al olvido los momentos compartidos, porque
aún a riesgo de ser repetitivo y cansino, sin ellos todo esto (la vida) no
tiene mucho sentido.
A los pocos
momentos fue Xabi quien apareció, pudiendo tomar foto de dicho instante.
Un poco más
tarde fue Isa quien llegó a la cumbre. Risas, abrazos y algo de comida fue lo
que nos ocupó el rato que estuvimos juntos arriba. No dan para más las cimas,
así que tocaba bajar. Además, Anabel nos esperaba en el Cuello de los Infiernos,
no se encontraba bien y había decidido esperarnos ahí. No tenía su día pensé, yo no soy sospechoso de no hacer lo mismo, así
que no le di más importancia que la de sentir no poder compartir esa cumbre con
ella.
Así, deshicimos
el camino que habíamos realizado por la mañana para regresar al refugio. Esta
vez la nieve ya no estaba dura, así que a mitad de la bajada tuvimos que
cambiar crampones por raquetas. Una vez en Bachimala, recogimos lo que habíamos
dejado en las taquillas y bajamos hacia el balneario, no sin antes, eso sí, dar
cuenta de unas merecidas cervezas.
Llegados al
balneario, procedimos a ocupar nuestras literas en el refugio de La Casa de
Piedra previa cena y más cervezas. Un sueño reparador era necesario para lo que
íbamos a acometer al día siguiente: el objetivo eran los Infiernos por su
corredor Sur.
Como ya adelanté
al comienzo del post, para mí todo quedó en un intento. Una importante lección
que la montaña me dio y de la que saqué las conclusiones que ya expuse, que por
otra parte pensaba que tenía claras.
Con todo, y ahora
que el tiempo ha pasado, me quedo con las imágenes de lo que hice aquel día.
Vistas desde la
Mallata Baja de las Argualas.
Garmo Negro
desde la subida al Collado de Pondiellos.
Llegando al
Cuello de Pondiellos.
Última vista
del Pirineo durante la triste bajada.
Así con todo,
quedándome con esos recuerdos en mi retina y saboreando los momentos que en la
memoria quedan, sé que los Infiernos (y hasta el diablo) me deben una; y que
tarde o temprano volveré para intentarlos de nuevo. Porque si no fue esta vez,
seguro fue porque no era el momento. Y si deben ser en algún momento, será en
la compañía de la persona por la que me di la vuelta. Porque ya, quiera o no,
es parte de esta aleccionadora y bonita historia personal con estas montañas
del Pirineo.