Es curioso como la mente puede asociar un
recuerdo a una canción, evocando dichos momentos cada vez que escuchamos determinada
melodía. Es un hecho estudiado, que la
música pone en funcionamiento la parte del cerebro humano relacionada con la
memoria. De ahí
se deriva que al escuchar música, las neuronas conectan las melodías con
acontecimientos y emociones. Así mismo, hay quien llega afirmar que la música
ha jugado un rol significativo en la evolución de la humanidad, siendo una
forma más evolucionada de los rugidos y gritos usados el mundo animal para la
supervivencia de la especie. Es innegable, por otro lado, que los seres humanos
siempre han comunicado sus emociones más fuertes a través de sonido.
En mi caso, hay un disco del grupo de rock
argentino “Los Rodríguez” que marcó para siempre una etapa de mi vida, y por lo
que en ella nació también marcó, como mínimo, las montañas de la Cordillera
Cantábrica. Por motivos laborales, que además coincidieron con un momento de
pérdida de rumbo en mi vida, tuve la suerte de tener que marchar a residir a la
ciudad de León. Por aquel entonces, mi medio de transporte era el antiguo coche
familiar en el que únicamente, se podían escuchar las antiguas cintas magnéticas
con grabaciones de los CDs que copiábamos como podíamos. A esta limitación de
medios, hay que añadir la “vida propia” que poseía el radiocasete, ya que no
todas las cintas eran aceptadas. Como consecuencia de esta selectividad, la
cinta de “Palabras más, palabras menos” pasó a ser la “forzosa” banda sonora de
interminables horas de viaje.
Fue en aquella época de mi vida en León,
donde en compañía de uno de esos amigos únicos que la vida te brinda,
evolucionó mi pasión por el montañismo y se gestó “El Sentimiento de la Montaña”
que actualmente me embarga.
En aquellos tiempos, la vorágine oscura de
mi vida laboral así como otros hechos que rodeaban mi vida personal, hicieron
que navegase por mares donde el relativismo moral era el viento dominante que
me zarandeaba y trataba de llevarme puertos que yo no deseaba. De esta forma,
la montaña y todo lo que le rodea, se convirtió en mi salvavidas; en el faro
que alumbra la noche oscura de tormenta. Encontré un espacio de libertad donde
ser fiel a mis principios; un espejo para el alma; un refugio donde poder ver
la dirección de mi camino hacia Ítaca; la montaña se convirtió en un fin donde,
como dijo Mallory, “mantener viva el alma
del hombre”. Así, en la soledad acompañada que busqué en las montañas
leonesas, me reafirmé en ser fiel a mí mismo; aprendí a ser valiente ante la
adversidad; a no tener miedo a tomar las decisiones que yo creía correctas, aunque
el fracaso fuese una consecuencia. La montaña me reafirmó, en resumidas cuentas, a
vivir conforme a mis principios y sin relativismos éticos acomodados a mis
circunstancias, a ser fiel a lo que creo y he elegido libremente, y conforme a
ello aceptar las consecuencias, buenas y malas, de dicha elección.
No me fui de León de la misma forma que
había ido; el bagaje que se adquiere en los puertos a los que la vida te lleva
vale más que las riquezas materiales. En este caso, lo aprendido y vivido fue
mucho, suficiente para justificar el viaje, ya que en riqueza material volví
con menos de lo que partí. Lo único en que era similar el viaje de regreso al
de partida, fue la banda sonora a cargo de “Los Rodríguez”, “...en un lugar cualquiera, en una
secundaria carretera provincial, la luz en la ventana brillando con el ruido de
camiones al pasar...”, pero esta vez
con una amplia sonrisa en la cara, consecuencia de la evocación de los buenos
recuerdos que me llevaba, y de la maquinación mental de rutas y montañas a
hacer cuando regresase de visita por estas tierras “...y ahora que estoy solo con mi pensamiento esperaré
que el viento me venga a buscar...”. Y así, en el viaje de regreso, solo con
mi pensamiento como rezaba la canción, nació el proyecto de hacer Peña Ubiña.
Peña Ubiña es, con 2.417 metros de altura,
una de las montañas más altas de la Cordillera Cantábrica, y es también junto
con Picos del Fontán, la más alta del Macizo de Ubiña, divisoria entre las
provincias de Asturias y León.
Realizada la presentación geográfica, queda
realizar la presentación de mi idilio personal con esta montaña que, como todas
las historias de amor y en palabras del maestro Sabina, tiene “historias de gritos y besos, de azúcar y sal”.
Subir a Ubiña empezó como un proyecto más
cualquiera, un objetivo más de los muchos que teníamos y queríamos. Teniendo la
montaña como excusa para la amistad, verdad en la que creo y comulgo,
planificaba las visitas a León a ver a Fernando, “El Peludo”; entrañable y
singular personaje, del que ya hablé en el post del Espigüete, con el que me
une algo más que una gran amistad de muchos años. En aquellos planes, siempre
había algún otro amigo que era reclutado. Al plan de Peña Ubiña, se unió Kike,
compañero y amigo de mis años de estudiante de ingeniería en Madrid, al que
también apodábamos “El Peludo”. Así que entre los 2 peludos y el alopécico servidor,
comenzó mi historia con la Peña.
La primera vez que fuimos, a las malas
condiciones de la nieve que encontramos, hubo que añadir un previo contratiempo
con la Guardia Civil. Un coche viejo matrícula Logroño que respetaba los
límites de velocidad; tres jóvenes vestidos con ropa de montaña en carreteras
secundarias un domingo por la mañana, dos de ellos con melenas: delincuentes
seguros. La historia contada al abrigo de unas cervezas y en voz de Fernando,
tiene más gracia que la que puedan contar mis dedos. El caso es que perdimos un
buen tiempo, que unido a las malas condiciones que encontramos nos impidió
siquiera llegar al collado que separa Peña Ubiña Grande de la Pequeña. En
resumen,
nos volvimos con el rabo entre las piernas, con el saco lleno de risas, pero de
vacío en cuanto al propósito que nos habíamos marcado.
La siguiente vez que Fer intentó subir con
otros amigos de Logroño, el resultado fue parecido. Aunque esta vez llegaron a
la arista que sube desde el collado de Peña Ubiña la Pequeña; las condiciones
de la nieve y dios sabe de qué más, les hicieron desistir y bajar. Esta vez ni
yo ni Kike habíamos podido ir, pero asumimos su fracaso como propio, ya que
siempre que un amigo hace un proyecto común inacabado, es como si estuviésemos
con él. Una vez más la montaña no se había dejado, con lo que ascenderla se
empezó a convertir en una cuestión de amor propio y “lógica” cabezonería.
Tras un
concienzudo cachondeo, y alegando como científico argumento de peso el hecho de
que Fer no había subido por no estar los 3 integrantes de la primera intentona;
pusimos fecha a la que creímos que sería la definitiva. “A la tercera va la
vencida” nos decíamos; “Esta es la buena”, nos espetábamos reafirmando nuestra
confianza; “Palabras más, palabras menos”
como dice la canción... Hasta nos trasladamos a un pueblo cercano al inicio de
la ruta para evitar encuentros matutinos indeseados que nos retrasasen.
Como no podía ser de otra forma, el tiempo
cambió de forma brusca. Algo parecido al diluvio universal se desató la noche
previa a nuestra intentona. Ni qué decir tiene que se prolongó durante el día
siguiente haciendo inútil nuestros preparativos y cayendo como una losa sobre
nuestras ilusiones, que se tuvieron que contentar con una ruta gastronómico-festiva
por los pueblos de Babia. No seré yo el que difame o menosprecie la cecina
leonesa, que aunque como premio de consolación no esté mal, no era el objetivo
buscado tras “comernos” casi 700 km en un fin de semana.
Tras aquel fin de semana, Peña Ubiña se
convirtió en un tema de cachondeo ante el dolor de nuestros múltiples fracasos.
Pasó a ser como el proyecto maldito sobre el cual Murphy había echado su peor
mal de ojo. El sentimiento que teníamos me evocaba aquella estrofa de “presenté mis querenciales a tu risa y me
clavaste una lanza en el costado”. Habíamos dado ilusión, esfuerzo y tiempo
a la montaña, y esta nos había correspondido con la puñalada trapera de la
indiferencia.
Pecando de la soberbia que es la juventud y
la confianza que en uno mismo imprime, y a luz de la reflexión que la
experiencia y los años dan, puedo afirmar que seguramente errásemos desde el
principio en el objetivo y el planteamiento que hicimos. Pero como dijo Sir
Ernest Shackleton “Los hombres no se hacen a partir de victorias fáciles, sino en base a
grandes derrotas”.
Así pasaron varios años, con la espina
clavada del desamor por la Peña. Cómo no, había una canción para esta desazón,
para este amor no correspondido. Así, cada vez que escuchaba “Todavía una canción de amor” y su
estrofa de “Estoy tratando de decirte que
me desespero de esperarte... que me sigo mordiendo noche y día las uñas del
rencor; que te sigo debiendo todavía una canción de amor”, me acordaba de
que tenía algo pendiente. Una ascensión con la que cerrar un proyecto inacabado
que me había atrapado el alma; una ruta con la que despedir por fin, como si de
una canción dedicada a un antiguo amor se tratara, el viejo proyecto de Peña
Ubiña. Dejar de asociar las Ubiñas a “Un
libro siempre abierto, las hojas arrancadas una a una con rencor”, como
reza otra de aquellas canciones que habitualmente sonaron por las carreteras
leonesas.
Casi ocho años pasaron desde que todo
empezara, ocho años soñando despierto, “Todos
los hombres sueñan, pero de maneras distintas. Aquellos que lo hacen por la
noche, en los oscuros recesos de la mente, despiertan por la mañana para
descubrir que sus sueños fueron solo vanidad Pero quienes sueñan durante el día
son hombres peligrosos pues ellos pueden vivir sus sueños con los ojos abiertos
y hacerlos posibles” (T. S. Lawrence). Pero por fin se empezó a vislumbrar
el fin de la historia. Así el día 22 de marzo del año 2014, el día que cumplía
34 años, recibí uno de los más inesperados e inigualables regalos de mi vida de
manos de Anabel: un tríptico hecho a mano, con el programa del “curso de
alpinismo invernal avanzado” que siempre había querido hacer. Además, como
práctica final del curso, se proponía la ascensión de la Norte Clásica de Peña
Ubiña. Ni qué decir tiene, dicho regalo dio un vuelco a mi corazón. Muchos
sentimientos y alegrías como para recogerse en las palabras de este blog.
La ruta que íbamos a realizar se
desarrollaba en la vertiente asturiana del macizo, vertiente que no conocía más
que de lo que había podido leer en guías y por internet. Dividido el curso en
dos días, el primero lo dedicaríamos a llegar al refugio del Meicín, y en sus
inmediaciones, adquirir los conocimientos de encordamiento en glaciares,
realización de reuniones en nieve, hielo y roca, así como la progresión en
largos o en ensamble; estando el segundo día dedicado a la ascensión de la vía
donde se pondría en práctica lo aprendido el día anterior.
Pero como no podía ser de otra forma, la
Peña me guardaba una más en su recámara: en esas fechas la ruta se volvió
impracticable; por lo que pese a todo, aún tendría que esperar casi un año más
para poder subirla. Un tiempo de espera que alimentó, aún más si cabe, la
ilusión y las ganas de conocer y ascender más montañas, sabiendo que al final
hay esperas que merecen la pena. Y así, con paciencia, llegó el nuevo año y con
él el día de la Peña.
El acceso más cómodo y rápido para llegar al refugio del Meicín parte del pueblo de Tuiza de Arriba (1230 m), que se encuentra en la carretera que une Campomanes con el puerto de la Cubilla. En el aparcamiento existente, se puede dejar el coche sin ningún tipo de problema.
El sendero queda en la parte
derecha del pueblo y va ganando altura siempre en dirección sur. El camino está
bien marcado y no tiene pérdida alguna.
El refugio, se encuentra
situado en una amplia vega de pastos de llamada El Meicín, de donde este toma
su nombre.
Situado en la antigua cuenca
glaciar del macizo, se encuentra rodeado por las famosas cumbres de Peña Ubiña
la Grande, los Castillinos, el Siete, los Portillines y el Fontán.
Históricamente, a la sombra
de los cercanos Picos de Europa, el macizo de las Ubiñas ha sido víctima del
desconocimiento y de la fama de sus vecinos. Como ocurre en otros casos, no ser
la mayor altura de la Cordillera Cantábrica, ni tener renombre famoso, ha hecho
que el macizo permanezca en un segundo plano.
A simple vista, con solo
mirar su cara norte desde el refugio, se puede ver cuán equivocados están, en
este caso, “los ojos que no ven” que reza otra canción. Una orografía escarpada
que ofrece múltiples posibilidades, se presenta ante nuestra mirada. Una aproximación
corta y el placer de no encontrar la masificación de otras zonas, complementan
las virtudes.
Si en algo especial quedaron
clavados mis ojos, fue en la vertiente norte de Peña Ubiña. Imponente se alzaba
ante el refugio, la ruta que haríamos al día siguiente; después del tiempo
pasado, por fin tenía delante de mí la Norte Clásica.
Esta
ruta, según la información que he encontrado, fue ascendida por primera vez en
un curso de técnicas invernales de montaña en 1975; y se ha convertido en una clásica
dentro de la las rutas invernales de la Cordillera Cantábrica. Las guías y
reseñas la presentan como una vía “de
dificultad contenida, vía asequible para alpinistas con experiencia y un reto
para iniciarse”.
Arribados al refugio,
contemplada la ruta y dejado el material, pasamos el resto de día aprendiendo
las técnicas que comenté anteriormente y que al día siguiente íbamos a poner en
práctica durante la ascensión.
Llegado el atardecer y
escondido el sol entre las montañas, el frío del invierno hizo su aparición
poniendo punto final a la primera jornada del curso. Tras recogernos en el
refugio y dar cuenta de una abundante y magnífica cena, llegó la hora de irse a
la cama.
Como siempre me ocurre las noches previas a
una ascensión, el “gusanillo” de los nervios me recorría el estomago. Como un
chiquillo en la víspera de la noche de reyes intentaba conciliar el sueño. No
recuerdo a qué hora me despertó mi cuerpo; de los nervios que tenía tuve que
salir al baño (cosa que no me suele pasar) y cuán grande fue mi sorpresa al ver
el espectáculo que por la ventana se podía contemplar. Una gran luna llena
iluminaba las montañas que rodean el refugio. Era tal la luminosidad que se
podía contemplar el entorno sin necesidad alguna de luz artificial. “Luna de miel, luna de papel, luna llena,
piel canela, dame noches de placer”, siempre hay una canción para cada
momento. Un regalo añadido que me hacía presagiar que el día que se avecinaba,
iba a ser de los que nunca se olvidan en la vida.
Llegó la hora de levantarse
y desayunar. Los momentos previos siempre están llenos de nervios, de una
revisión sistemática-obsesiva de la mochila, nada puede faltar ni nada debe
sobrar. Un guante que falta, una polaina que no cierra, cojo más ropa o no... En
estos momentos, siempre me acuerdo del vacile que me hacía mi amigo Iñaki para
calmarme, preguntándome si había cogido el peine para mis escasos 4 pelos. El
poder curativo del humor es único e inigualable.
Sin más dilaciones, partimos
hacia nuestro objetivo. Para el acceso al pie de la vía, se debe remontar el
valle de Cobarrubias que parte desde el refugio. Remontando el valle quedan
frente a nosotros las murallas de los Castillinos, las cuales eran iluminadas
por los rayos del amanecer. La luminosidad de la roca anaranjada frente a
nosotros contrastaba con la oscuridad que reinaba en el resto del circo.
A medida que ganábamos
altura, se presentaba ante nosotros el imponente cresterío que forma la línea
de cumbres Fontanes-Ubiña.
Llegados a la zona
denominada Joyos de la Cabra, y ya bajo el cresterío mencionado anteriormente,
cambiamos de dirección para dirigirnos hasta el pie de la pared Norte, rodeando
el Cuetu Les Cabres, que es un pico
solitario situado enfrente de la norte de Peña Ubiña.
Una vista hacia atrás, nos
permite ver los nevados Picos de Europa en el horizonte, resaltando Peña Santa
en ellos. Poder contemplar este amanecer desde este templo de la creación,
justificaba ya de por si todos los esfuerzos y sinsabores pasados. Pero no
estábamos allí para darnos la vuelta tan pronto, si esto era el principio cuán
maravilloso sería el final.
En la pared, cercana a la
cresta que marca la línea de cumbres Fontanes-Ubiña, se pueden ver las palas de
nieve que marcan el inicio de la ruta.
Al inicio de las palas,
paramos para encordarnos y dejar pasar a otra cordada que nos seguía, ya que
nosotros iríamos más lentos. Este es el inicio de la vía en cuestión y había
que poner en práctica todas las técnicas de aseguramiento y progresión que
habíamos aprendido.
A partir de este momento,
sería Honorio, nuestro guía y maestro, quien iría como primero de la cordada
abriendo la ruta. Aunque a nosotros, consciente él de ello o no, también nos
abría un nuevo mundo en la montaña. Una nueva forma de afrontar ascensiones, un
mundo donde soñar despierto, donde sentir la libertad que las cumbres otorgan
al hombre; un nuevo modo de arrostrar caminos donde vencer los miedos y aceptar
las limitaciones personales sin las cargas del fracaso o del éxito competitivo;
poder elevar el sentimiento de la montaña, sentir con más profundidad aquello
que dejó escrito Lionel Terray de “los
conquistadores de lo inútil”.
A partir de este punto, se
remonta unas palas de 40-45º hasta su final, donde parece que se termine la
ascensión bajo unos muros verticales.
En este punto, debido a los
virajes de las palas, realizamos la primera reunión sobre roca, con la vista
del Cuetu Les Cabres a nuestra
espalda.
Al pie de los mencionados
muros verticales, sale un pequeño corredor que asciende hacia la derecha, con
una inclinación de 50-55º y una longitud de unos 60 metros de longitud. En este
punto, al inicio del propio corredor, hicimos una reunión en nieve y roca.
La soledad y sobriedad del
sitio donde nos encontrábamos era inigualable, así como las sensaciones que
producía afrontar la ascensión en cuestión.
A la salida del corredor, entramos
en un amplio campo de nieve con palas de inclinación de 40º que se deben
remontar a través de pequeñas canales para salir a la arista norte.
En este punto, teníamos un mirado
excepcional sobre la línea de cumbres que forman Los Castillines, el Siete y
los Fontanes.
Nuevamente, rompiendo la
línea del horizonte, se encontraban los Picos de Europa con la reina de los
mismos, Peña Santa, resaltando sobre el resto de las cumbres.
A través de las canales
existentes, fuimos ganando altura en busca del punto que marca la salida a la
arista norte. En este tramo, fuimos en ensamble, poniendo seguros intermedios
sin realizar reuniones.
Tras la
salida a la arista, la visión de la sobrecogedora vertiente leonesa queda ante
nuestros ojos. A nuestros pies, tras la cortada y vertical vertiente, queda
Torrebarrio, punto desde donde contemplé por primera vez el macizo y la cumbre
de la Peña. Recorriendo con la mirada la arista, la cima ya es visible y queda
casi al alcance de la mano.
En este punto, otra visión encogió mi corazón, y me
recordó la brevedad y fragilidad de la vida: una cristiana cruz en recuerdo a
un montañero que allí encontró el descanso eterno. Tal visión, evocó a mi
memoria cierto cuadro del renacimiento. Cual Laguna Estigia, la arista
representaba el límite entre la tierra y el mundo de los muertos. Tan cerca el
cielo y el abismo. Tan cerca la vida y la muerte.
El riesgo es inherente a cualquier actividad humana;
de hecho, desde que nacemos estamos destinados a cruzar con Caronte la laguna
al otro mundo. “La vida sin la muerte no
tiene sentido, yo lo asumo así”, afirmaba Iñaki Ochoa. Si bien es cierto
que nadie quiere morir, y mucho menos hacerlo practicando alpinismo, no deja de
ser cierto que en nuestra vida cotidiana asumimos riesgos sin parar siquiera a
pensar en ellos. ¿Cuántas flores y recuerdos he visto, en curvas y cunetas a lo
largo de los miles de kilómetros que he hecho con el coche? ¿Y por qué me
sobrecoge más esta cruz en la montaña? A la primera pregunta no tengo
respuesta, es algo ya tan común que no reparo en ella. Sin embargo, ante la
segunda, no tengo réplica alguna. Ambas visiones representan lo mismo, pero sin
embargo una de ellas es tan común que pasa desapercibida. El riesgo de conducir
un coche está socialmente aceptado, incluso no se repara en él cuando en muchos
trabajos, te pasas el día en la carretera. Por mi experiencia propia, en los
tiempos en que estuve trabajando en León, pasaba horas y cientos de kilómetros
al día conduciendo por carreteras y “carreterruchas” sin que nadie, ni el
sueldo de fin de mes, me advirtiera del riesgo. Sin embargo, es decir que vas
al monte, y da igual lo que hayas preparado la ruta, estudiado todos los puntos
clave y calculados los potenciales riesgos, que todo el mundo te va a decir que
tengas cuidado, que eres un inconsciente o que por qué no te gusta el
frontón...
Los alpinistas o montañeros, no somos “novios de la muerte”; no amamos el
riesgo por el riesgo; no nos arrojamos al monte a morir, a pecho abierto, por
dios y la patria; al contrario, amamos la vida por encima de todo. Apreciamos
el regalo único que es la existencia. En las montañas alcanzamos una plenitud y
una felicidad, que no encontramos en otra parte. Asumimos que “lo mejor que puedo hacer con la muerte es
tratar de aprovechar la vida” (Sebastián Álvaro). De acuerdo que la vida
tiene más facetas que la montaña, pero sin ellas no somos nosotros, y si
nuestro ser no es lo que queremos, nuestra vida no tendrá la plenitud con la
que merece ser recorrido el camino. Porque más allá del riesgo, la montaña es
también un fiel reflejo de nuestras emociones, una especie de desafío que pone
a prueba los anhelos y las limitaciones, algo tan simple y a la vez tan
complejo como saber donde se puede llegar sin traicionarse a uno mismo.
Tras recorrer la arista, ya solo la pala de nieve
final nos separaba de la cima.
Como iba el último de la
cordada, me tomé mi tiempo en saborear esos últimos metros que me separaban de
la cumbre. Grandes sentimiento y emociones, invadían y asaltaban mi corazón. No
puedo recordar sino con una sonrisa de oreja a oreja, aquel momento en el que
ví a Honorio y a Anabel esperándome junto al vértice geodésico instalado en la
cumbre.
Después de tantos años, al
final podía poner el punto final a esta historia. Recordé una frase de Alfonso
Vizán cuando recorría los escasos metros finales que me separaban de la cima;
esta decía que “arriba no hay nada, sólo
la historia que has escrito con tu vida para llegar”. Así, en los escasos
segundos que me quedaban de ascensión; vinieron a mi cabeza muchos momentos
compartidos con grandes almas selectas que ayudaron, de una forma u otra, a
escribir los párrafos que componen mi historia personal. De esta forma, se
puede intuir ligeramente el por qué de la sonrisa que tengo en la foto que me
tomaron en el momento de llegar a la cumbre.
Peña Ubiña se portó bien
ese día con nosotros. Nos regaló un día excepcional, una soledad en la cumbre
única y un comienzo de atardecer sobrecogedor.
Tratando de escribir sobre
lo que supuso llegar a aquella cumbre, me doy cuenta que no hay palabras,
después de lo escrito, que puedan resumir mis sentimientos.
Ni siquiera puedo citar una
melodía o canción que me recuerde ese instante. No hay momento musical que
pueda definir aquel momento puntual de cumbre. Si bien, al igual que para
Jean-Cristophe Lafaille la cara sur del Annapurna siempre estuvo ligada a la
Sinfonía del nuevo mundo de Dvorak; para mí, y salvando las abismales
distancias, siempre estará Peña Ubiña ligada a “Los Rodriguez” como ya ha
quedado claro a lo largo del post.
Realizadas las fotos y
disfrutada la cumbre durante un buen rato, tocaba bajar de nuevo al refugio.
Para el descenso, cogimos la canal de Terreros que desciende hasta el collado
del mismo nombre, desde donde la bajada al refugio es evidente.
La canal, que posee una
inclinación de 40º, se encontraba con bastante nieve dura, lo cual la convierte
en un peligroso tobogán donde hay que poner atención. Bajamos en ensamble hasta
llegar al collado, donde ya recogimos las cuerdas y pudimos relajar y saborear
lo realizado.
La bajada hasta el refugio,
y posteriormente a Tuiza donde teníamos el coche, la tuvimos que hacer con los
frontales, ya que las horas de luz de principios de enero habían llegado a su
fin.
En el camino de bajada a
Tuiza, a la sombra de la noche y solo con mis pensamientos, empecé a
reflexionar sobre mi historia con Ubiña; descubriéndome lo que personalmente
suponía esta historia. En resumen y en verdad, buscaba poder cerrar una vieja
etapa de la vida a la que, a modo de metáfora, había personificado en forma de
montaña. Cerrar los claroscuros pasados que aún pendían sobre mí ser, y a los
que había desterrado a las alturas. Poder seguir la senda hacia otros puertos,
sin cargas contables de los “debe” de lejanas aduanas pasadas. Porque pese a “que soy distinto de aquél pero casi igual”
que reza la canción, hay asuntos pendientes que solo uno puede afrontar y
perdonarse; y por mucho tiempo que pase y uno evolucione en lo personal, siguen
ahí esperando a ser afrontados. Porque la montaña, o lo que personalmente
supone para mí, no deja de ser una metáfora de lo que es la vida y una forma de
afrontarla; asumiendo quizás, el mensaje que se deduce de las palabras de Walt
Whitman: “Hoy antes del alba, subí a las
montañas, miré los cielos llenos de luminarias y le dije a mi espíritu: “Cuando
conozcamos todos estos mundos y el placer y la sabiduría que contienen,
¿estaremos tranquilos y satisfechos?” Y mi espíritu dijo “No, ganamos esas
alturas solo para seguir adelante”.”.